Estreno en Europa
Nina de 6 años, mi hija, tiene un vínculo con un árbol que está en casa. Consciente de lo frágil y pasajero de ese cotidiano, dejé registro en un rollo s8. Una tarde caminando con ella por el monte, me contó que ella tiene un árbol y que los árboles albergan nuestras memorias.
Una niña-liana trepa a un árbol. La piel desnuda de las manos y de los pies se apoya en la madera, agarra, abraza. Se entrelazan la pierna–rama, el tallo-dedo del pie, se enreda y se confunde el pelo en el ramaje, el ombligo con los huecos de los troncos. Lo que van construyendo los movimientos de cámara, que pasan de fragmentos de humano a fragmentos de árbol, y el montaje-rima humano-árbol que pone en valor lo táctil, el contacto, la conexión, es la idea de una relación simbiótica. Tan simbiótica como puede serlo la de una madre —la cineasta— con su hija —la niña Nina—. Y es que el árbol aquí tiene un papel muy importante: guarda memoria. Al igual que el super-8, que también tiene su hueco-ombligo-perforación, que también está un poco arañado —como la corteza del árbol, como las rodillas de la niña—. De hecho, lo que vemos no son solo imágenes de Nina, sino también imágenes para Nina, y para el árbol. Son registros de momentos de complicidad, de aquellos momentos bellos y fugaces como un arcoiris, que se quieren guardar en la memoria, a los que se querría poder acceder de nuevo. Nos invita la película a compartir unos de esos momentos luminosos de la infancia, siguiendo a la niña en el bosque, como el Conejo Blanco, (re)aprendiendo de ella, adoptando su manera de ver el mundo, su sentido del tacto. Así, la mano de uñas pintadas de la cineasta acabará por confundirse con la mano de uñas pintadas de Nina. ¿O de ella niña? Así podrá contactar de nuevo con recuerdos de infancia plasmados en grabaciones familiares, que llegarán en oleadas. Como un abrir de matrioska, que desvela la figura más pequeña escondida dentro de la figura grande: una adolescente que salta en las olas, una niña vestida de rojo que mira a cámara, una niña aun más pequeña que baila —como bailan las nervaduras del herbario animado de hojas recogidas en el bosque—. Una forma libre como un juego en el cual se desvanecen las habituales fronteras vegetal/humano, adultez/niñez, donde el tiempo se desordena. Una forma corta como un cuento, a la que abandonarse antes de volver al mundo de la mirada seria, al mundo de los zapatos y de los cordones que se deben atar. Una forma ligera como notas de xilófono y lúdica como un paseo por el bosque mágico de la infancia. Para quien pueda verlo con ojos de niño, el cine es un hechizo.
Frédérique Monblanc