Dos mujeres y dos niñas contemplan cómo tres hombres se alejan de la orilla en un bote de remos agitándose y balanceándose al ritmo de las olas. Justo antes de que termine la toma, el movimiento del mar hace que el bote dé un bandazo hacia la izquierda. ¿Qué les pasa a los remeros? Nunca lo sabremos. Para Dai Vaughan, Barque sortant du port constituye un caso genial del poder único que tiene el cine para captar la contingencia. Eleva esta película por encima de otros ejemplos quizás más conocidos, como el viento que sopla entre los árboles en "Repas de bébé" (1895) o el polvo de "Démolition d’un mur" (1896), porque la aceptación de lo que no se puede planificar no es un mero telón de fondo, sino el epicentro mismo de la acción que envuelve y supera a los personajes. Frente al oleaje, los remeros reaccionan «ante el desafío de ese momento espontáneo» y, al hacerlo, «se integran en su espontaneidad… El hombre, que ya no es ese charlatán que se presenta a sí mismo, se ha equiparado a las hojas y al polvo del ladrillo; se ha vuelto igual de milagroso». Aquí, el océano y el cine, unidos por un espíritu inhumano y por la propensión a fluctuar, conspiran para bajar al hombre de su pedestal. El hombre, indistinguible ya de la naturaleza y, desde luego, sin ser su amo, queda empequeñecido por la rebelde e intratable contingencia del agua.